Aquel aislamiento obligatorio
No fue un virus sino el agua la que en 1980 aisló a ciudades, pueblos y también familias enteras en los campos. La pluma de Daniel Lecointre nos remonta con maestría a esos tiempos
Daniel Lecointre, para ZonaCampo
Cuando nos tocó soportar la inundación más grande del siglo (solo comparable a la del año 19), estuvimos aislados mucho tiempo. En las otras un poco menos. San Jorge parecía Venecia. Había que desmontar en las veredas altas. En las calles, el agua tapaba las botas.
Desde el 80 hasta finales del 90 hubo varias. En las ultimas mi hijo ya iba a la escuela y porfiándole a la adversidad, en el carro de Bordaberry, o por dentro del campo, con las zapatillas al hombro las ganas de estudiar le ganaban al diluvio, los canales, las mojaduras y los pozos traicioneros que se abrían en las calles (antiguos hormigueros que los vecinos marcaban con un palo y una bolsa).
Mi madre, gringa, de origen muy pobre.Desde chiquita le enseñaron a ser industriosa. En esa época el estado no te daba la comida, había que encontrarla. No se cómo hacía, pero todos los días se las arreglaba para esperarnos con un manjar distinto con lo poco que iba quedando en la despensa. Tortillas con huevos de corderos, leche asada, dulce de leche, de membrillo, quesos, buñuelos de flores con acacia.
Se administraban y dividían las raciones para que alcanzaran hasta tal día.Lo poquito que me corresponde hoy, se valora y saborea como un verdadero manjar.
Vivía con nosotros una tía muy añosa, tenía un cuarto de sangre alemana y el resto de los Alpes italianos, pero mujer de campo casi toda su vida. Había nacido en el año 1899.
La bolsa de galleta había muerto hacía rato y su extrema delgadez colgaba de un clavo en la cocina. Furtivamente le revisábamos el fondo, pero ya no quedaban ni las cascaritas quemadas, las que ayer habíamos despreciado.
Entonces, tía Anita y el horno de la cocina a leña se encargaban de hacer el pan todas las mañanas, pero cuando íbamos por el día veinte del encierro…se terminó la levadura. Y otra vez, esta vieja tan querida, metióla mano en esa mochila donde se guarda la cultura milenaria de la subsistencia (la que no sé dónde hemos dejado. La que tanta falta nos hace hoy para ser más hábiles y generarnos felices la comida diaria).
Quién sabe si ese descubrimiento vendría de los romanos o los bárbaros que aun vivían en su sangre, pero ella la tenía en su memoria y dijo: "- traigan un poco de trigo del galpón-" Puso la semilla en un recipiente y la cubrió con agua de la bomba. Al otro día uso el agua para tomar la masa, tapo el bollo con un repasador, dejo que descansara en un lugar tibio y con una sonrisa ilusionada agrego: "- a esto me lo enseño la abuela –". Nosotros mirábamos ansiosos, callados, pero le teníamos fe. Siempre nos sorprendía. Al rato vimos que el trapo se levantaba empujado por la magia de los fermentos, y hubo pan en el almuerzo y el desayuno. Treinta años después, le explicaron a mi hijo en la facultad que todas la semillas tienen levaduras en su cáscara.
No paraba nunca de llover. Las casas y los habitantes de Olavarría tienen aún la marca imborrable de ese desastre.
En la noche, antes de acostarnos salíamos a mirar el cielo para saber que nos esperaba mañana. Los rayos ya no iluminaban el trigo, la alfalfa, o la avena, se reflejaban en el agua que nos rodeaba y otra vez parecíamos navegantes solitarios en el inmenso mar.
Cuando amanecía íbamos derecho al pluviómetro, para que nos contara, (antes de verla) cuantos centímetros había crecido. Y empezaba la lucha con los animales, con los sembrados perdidos, con la desesperación. Las vacas amontonadas en una lomita ya no tenían que comer. Se las veía tantear el pasto bajo el agua, o cruzar a nado un bajo buscando el sonido del tractor, con el que le acercábamos lo que teníamos para salvarlas.
Cientos de ovejas ahogadas, de corderitos engarrotados que cargábamos en el carro y los poníamos en el galpón. Bien amontonados se daban calor y muchos se salvaban. Recuerdo el vapor que generaban, vapor que olía a lana mojada.
No había celulares. Nos cuidábamos entre los vecinos. Las patas de los caballos, otra vez, como siempre, aunque a veces los olvidemos, eran nuestra garantía ante una emergencia, o para ir de vez en cuando a hacer las compras. Una latita de 20 escondida, guardaba el gas oíl para el tractor por si la cosa era grave. Los Unimog del ejército eran los únicos que andaban y también los vi encajarse. La fuerza del agua arrastro caballos, alambrados y puentes enteros.
En aquellas inundaciones, al igual que en esta pandemia, estaba el encierro y el desastre económico, pero no teníamos este miedo. Este miedo a lo desconocido. Este miedo de no saber que le puede pasar a un ser querido, o a mí.
Acerca de Daniel Lecointre
El autor es nacido, vive y trabaja en el campo, en la zona de San Jorge, Partido de Laprida. En su sentir y sus palabras, esto es así desde hace más de 120 años, por los tiempos en que su abuelo llegó a esos pagos. Para comunicarse con el autor pueden llamarlo al 2284 215445 (no lo intenten vía Whatsapp, el 4G y el Wi-fi no han pasado todavía por la tranquera de su campo). De vez en cuando revisa el correo electrónico (enviar e-mail) y algunas veces su perfil en Facebook
“La fina viene muy bien pero para que se concrete en los rindes es clave el monitoreo continuo”
El ingeniero agrónomo Ricardo Silvestro, de la firma Rindes y Cultivos DAS, analiza la campaña de trigo y cebada. Explica cómo los vaivenes de clima afectaron a los cultivos y la importancia de las aplicaciones preventivas para controlar enfermedades
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Cuando nos tocó soportar la inundación más grande del siglo (solo comparable a la del año 19), estuvimos aislados mucho tiempo. En las otras un poco menos. San Jorge parecía Venecia. Había que desmontar en las veredas altas. En las calles, el agua tapaba las botas.
Desde el 80 hasta finales del 90 hubo varias. En las ultimas mi hijo ya iba a la escuela y porfiándole a la adversidad, en el carro de Bordaberry, o por dentro del campo, con las zapatillas al hombro las ganas de estudiar le ganaban al diluvio, los canales, las mojaduras y los pozos traicioneros que se abrían en las calles (antiguos hormigueros que los vecinos marcaban con un palo y una bolsa).
Mi madre, gringa, de origen muy pobre.Desde chiquita le enseñaron a ser industriosa. En esa época el estado no te daba la comida, había que encontrarla. No se cómo hacía, pero todos los días se las arreglaba para esperarnos con un manjar distinto con lo poco que iba quedando en la despensa. Tortillas con huevos de corderos, leche asada, dulce de leche, de membrillo, quesos, buñuelos de flores con acacia.
Se administraban y dividían las raciones para que alcanzaran hasta tal día.Lo poquito que me corresponde hoy, se valora y saborea como un verdadero manjar.
Vivía con nosotros una tía muy añosa, tenía un cuarto de sangre alemana y el resto de los Alpes italianos, pero mujer de campo casi toda su vida. Había nacido en el año 1899.
La bolsa de galleta había muerto hacía rato y su extrema delgadez colgaba de un clavo en la cocina. Furtivamente le revisábamos el fondo, pero ya no quedaban ni las cascaritas quemadas, las que ayer habíamos despreciado.
Entonces, tía Anita y el horno de la cocina a leña se encargaban de hacer el pan todas las mañanas, pero cuando íbamos por el día veinte del encierro…se terminó la levadura. Y otra vez, esta vieja tan querida, metióla mano en esa mochila donde se guarda la cultura milenaria de la subsistencia (la que no sé dónde hemos dejado. La que tanta falta nos hace hoy para ser más hábiles y generarnos felices la comida diaria).
Quién sabe si ese descubrimiento vendría de los romanos o los bárbaros que aun vivían en su sangre, pero ella la tenía en su memoria y dijo: "- traigan un poco de trigo del galpón-" Puso la semilla en un recipiente y la cubrió con agua de la bomba. Al otro día uso el agua para tomar la masa, tapo el bollo con un repasador, dejo que descansara en un lugar tibio y con una sonrisa ilusionada agrego: "- a esto me lo enseño la abuela –". Nosotros mirábamos ansiosos, callados, pero le teníamos fe. Siempre nos sorprendía. Al rato vimos que el trapo se levantaba empujado por la magia de los fermentos, y hubo pan en el almuerzo y el desayuno. Treinta años después, le explicaron a mi hijo en la facultad que todas la semillas tienen levaduras en su cáscara.
No paraba nunca de llover. Las casas y los habitantes de Olavarría tienen aún la marca imborrable de ese desastre.
En la noche, antes de acostarnos salíamos a mirar el cielo para saber que nos esperaba mañana. Los rayos ya no iluminaban el trigo, la alfalfa, o la avena, se reflejaban en el agua que nos rodeaba y otra vez parecíamos navegantes solitarios en el inmenso mar.
Cuando amanecía íbamos derecho al pluviómetro, para que nos contara, (antes de verla) cuantos centímetros había crecido. Y empezaba la lucha con los animales, con los sembrados perdidos, con la desesperación. Las vacas amontonadas en una lomita ya no tenían que comer. Se las veía tantear el pasto bajo el agua, o cruzar a nado un bajo buscando el sonido del tractor, con el que le acercábamos lo que teníamos para salvarlas.
Cientos de ovejas ahogadas, de corderitos engarrotados que cargábamos en el carro y los poníamos en el galpón. Bien amontonados se daban calor y muchos se salvaban. Recuerdo el vapor que generaban, vapor que olía a lana mojada.
No había celulares. Nos cuidábamos entre los vecinos. Las patas de los caballos, otra vez, como siempre, aunque a veces los olvidemos, eran nuestra garantía ante una emergencia, o para ir de vez en cuando a hacer las compras. Una latita de 20 escondida, guardaba el gas oíl para el tractor por si la cosa era grave. Los Unimog del ejército eran los únicos que andaban y también los vi encajarse. La fuerza del agua arrastro caballos, alambrados y puentes enteros.
En aquellas inundaciones, al igual que en esta pandemia, estaba el encierro y el desastre económico, pero no teníamos este miedo. Este miedo a lo desconocido. Este miedo de no saber que le puede pasar a un ser querido, o a mí.
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