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Los chacareros, esa raza única e irreemplazable

Daniel Lecointre nos trae un relato dedicado a esos hombres que cada año se endeudan temblando, y guardan la semilla bajo tierra, con el sueño que la van a poder pagar

Por Daniel Lecointre, exclusivo para Zona Campo. 


Este reconocimiento va para esos hombres que cada año se endeudan temblando, y guardan la semilla bajo tierra,con el sueño de que la van a poder pagar. Para los que ya se fundieron, enfermos de optimismo y amor a los "fierros". A todos los buenos tractoristas y maquinistas, que a esta hora estarán en el surco, dale que dale. Tipos capaces de tirar melgas simétricas, y -en esa obsesión por la recta- además de sembrar crean la belleza artística de líneas perfectas, sin que los distraigan bajos ni lomadas, con el ojo fijo en aquel arbolito y el torniquetero del vecino. Ahora el satélite hace innecesaria esa habilidad. Dedicado este momento a los trashumantes que recorren el país durante meses, viviendo en sus casillas, lejos de la familia.


Empezaré de atrás para adelante. En un rincón de casa duerme una prehistórica cosechadora McCormick (1). Conoció el barco y el océano, el puerto y la estación de Martinetas. Varios viajes en carro la trajeron a casa.Venía en cajones inmensos que se perdieron hace poco. La armo un mecánico, rascándose cien veces la cabeza, en su lucha por hacer coincidir el manual en inglés, con la ubicación exacta de las mil piezas.


Lleva noventa años a la intemperie y la chapa no se oxida. Ella nunca sabrá todo lo que le debemos en plata, ni lo que ella nos debe en sudor. Cansó a tres generaciones y llenó de bolsas hasta el techo, los galpones, carros, camiones y vagones de tren.


Ya hacia quince años que se cosechaba a granel, pero nosotros seguíamos con las de arpillera. Cocedor, enganchador y tractorista. Se marchaba en primera y regulando, sino el cocedor pegaba un grito desesperado, -"pare, pare, que estoy atorado"-. Tenía una aguja enhebrada en la mano,otra entre los dientes, los nervios de punta y rodeado de bocas abiertas sin coser. Las iba poniendo en una plataforma, y cuando se juntaban cinco le daba un pisotón a la palanca y caían al rastrojo.


Papá nos dijo un día -"si quieren agarrar la changa de entrar las bolsas, además de cosechar, van a ganar el doble"-. Mira que no, con las ganas de hacer un peso que teníamos. De siete a diez, mientras él acondicionaba la máquina, salíamos en un carro con ruedas de madera (2), que aún esta funcionando, a cumplir la dura tarea. El primer día parecía que nos íbamos a morir, al segundo más o menos, pero a la semana ya jugábamos con las bolsas. Y eran varios miles.


Frente a ella descansa el arado de cinco rejas (3). Toda la chacra se hacía con él, no se conocía otra forma. Ahí está, extrañando los secretos que la tierra le contaba mientras la iba desnudando, y el enjambre incansable de gaviotas. Se jubiló casi sin conocer el sistema hidráulico. Había que tirar fuerte de una piola para que levantara y bajara en las cabeceras.


El amor… siempre el amor lo inunda todo…cuando la tierra está de por medio, bien metida en la sangre. Déjenme contarles sólo dos imágenes que no puedo ni quiero olvidar. Eramos de esas familias como tantas, que empezaron de la nada. Por eso vivíamos como franciscanos pobres. No sé si estaba bien o mal, pero nos criamos así. Camionetas destruidas, la ropa hecha en casa, herramientas viejas, siempre mugrientos, siempre felices.


Mi papá…solito él y su alma…araba, disqueaba, rastreaba y sembraba quinientas hectáreas con un Deutz 55. Solo paraba los domingos a la tarde para ir a visitar algún vecino.


Afuera la helada ya estaba congelando todo. Adentro, bien calentitos y alumbrados con la blanca luz del farol a kerosene, nosotros haciendo los deberes. La vieja radio Hercast encendida, y mamá poniendo otra astilla a la cocina para terminar la cena. En eso se escucha el tractor que está viniendo. Un instante después se abre la puerta y entra papá, con su campera negra y la gorra visera. Todo él es un terrón de tierra, la cara parecía una máscara. Solo los dientes y los ojos son blancos. Esta rastreando, la polvareda es infernal, y a la pobre cabina le entraba el frío y la tierra por todos lados. El nos ofrecía las manos para mostrarnos que estaban heladas hasta los huesos, y nosotros, sus hijos, nos peleábamos por calentárselas entre las nuestras.


Esa es una imagen, la otra es cuando ya éramos un poco más grandes, pero chicos todavía, y trabajábamos en la cosechadora. Por supuesto no tenía cabina, la granza nos martirizaba (aún la aborrezco) y el ruido ensordecedor del motor naftero al lado de la oreja.


A las cinco de la tarde ya estábamos bastante cansados. Pero a esa hora llegaba uno de los momentos más amorosos y esperados en mi vida. Allá por la huella se ve una tierrita, es mamá que nos trae el mate cocido con leche y una bolsita con galleta. Deteníamos la máquina, aunque el zumbido seguía. Y a la sombra, sentados en el rastrojo, saboreábamos ese manjar como si estuviéramos en el mejor restaurant de Paris. Miren donde estaba la felicidad…en ese tarrito de mate cocido (4). Lo conservo, no como un objeto, sino como un moderno proyector de 3D, lleno de imágenes bonitas. 


Ojalá les haya podido contagiar estas emociones. Yo las vi en mis padres. Ustedes traigan las suyas, así nos enternecemos juntos. Y los honraremos como se merecen esos hombres y mujeres que amaron tanto esta tierra.


(1) Cosechadora McCormick
(3) Arado de cinco rejas


(2) Carro con ruedas de madera
(4) Tarrito de mate cocido

Acerca de Daniel Lecointre
El autor es nacido, vive y trabaja en el campo, en la zona de San Jorge, Partido de Laprida. En su sentir y sus palabras, esto es así desde hace más de 120 años, por los tiempos en que su abuelo llegó a esos pagos. Para comunicarse con el autor pueden llamarlo al 2284 215445 (no lo intenten vía Whatsapp, el 4G y el Wi-fi no han pasado todavía por la tranquera de su campo). De vez en cuando revisa el correo electrónico (enviar e-mail) y algunas veces su perfil en Facebook   

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Este reconocimiento va para esos hombres que cada año se endeudan temblando, y guardan la semilla bajo tierra,con el sueño de que la van a poder pagar. Para los que ya se fundieron, enfermos de optimismo y amor a los "fierros". A todos los buenos tractoristas y maquinistas, que a esta hora estarán en el surco, dale que dale. Tipos capaces de tirar melgas simétricas, y -en esa obsesión por la recta- además de sembrar crean la belleza artística de líneas perfectas, sin que los distraigan bajos ni lomadas, con el ojo fijo en aquel arbolito y el torniquetero del vecino. Ahora el satélite hace innecesaria esa habilidad. Dedicado este momento a los trashumantes que recorren el país durante meses, viviendo en sus casillas, lejos de la familia.


Empezaré de atrás para adelante. En un rincón de casa duerme una prehistórica cosechadora McCormick (1). Conoció el barco y el océano, el puerto y la estación de Martinetas. Varios viajes en carro la trajeron a casa.Venía en cajones inmensos que se perdieron hace poco. La armo un mecánico, rascándose cien veces la cabeza, en su lucha por hacer coincidir el manual en inglés, con la ubicación exacta de las mil piezas.


Lleva noventa años a la intemperie y la chapa no se oxida. Ella nunca sabrá todo lo que le debemos en plata, ni lo que ella nos debe en sudor. Cansó a tres generaciones y llenó de bolsas hasta el techo, los galpones, carros, camiones y vagones de tren.


Ya hacia quince años que se cosechaba a granel, pero nosotros seguíamos con las de arpillera. Cocedor, enganchador y tractorista. Se marchaba en primera y regulando, sino el cocedor pegaba un grito desesperado, -"pare, pare, que estoy atorado"-. Tenía una aguja enhebrada en la mano,otra entre los dientes, los nervios de punta y rodeado de bocas abiertas sin coser. Las iba poniendo en una plataforma, y cuando se juntaban cinco le daba un pisotón a la palanca y caían al rastrojo.


Papá nos dijo un día -"si quieren agarrar la changa de entrar las bolsas, además de cosechar, van a ganar el doble"-. Mira que no, con las ganas de hacer un peso que teníamos. De siete a diez, mientras él acondicionaba la máquina, salíamos en un carro con ruedas de madera (2), que aún esta funcionando, a cumplir la dura tarea. El primer día parecía que nos íbamos a morir, al segundo más o menos, pero a la semana ya jugábamos con las bolsas. Y eran varios miles.


Frente a ella descansa el arado de cinco rejas (3). Toda la chacra se hacía con él, no se conocía otra forma. Ahí está, extrañando los secretos que la tierra le contaba mientras la iba desnudando, y el enjambre incansable de gaviotas. Se jubiló casi sin conocer el sistema hidráulico. Había que tirar fuerte de una piola para que levantara y bajara en las cabeceras.


El amor… siempre el amor lo inunda todo…cuando la tierra está de por medio, bien metida en la sangre. Déjenme contarles sólo dos imágenes que no puedo ni quiero olvidar. Eramos de esas familias como tantas, que empezaron de la nada. Por eso vivíamos como franciscanos pobres. No sé si estaba bien o mal, pero nos criamos así. Camionetas destruidas, la ropa hecha en casa, herramientas viejas, siempre mugrientos, siempre felices.


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Afuera la helada ya estaba congelando todo. Adentro, bien calentitos y alumbrados con la blanca luz del farol a kerosene, nosotros haciendo los deberes. La vieja radio Hercast encendida, y mamá poniendo otra astilla a la cocina para terminar la cena. En eso se escucha el tractor que está viniendo. Un instante después se abre la puerta y entra papá, con su campera negra y la gorra visera. Todo él es un terrón de tierra, la cara parecía una máscara. Solo los dientes y los ojos son blancos. Esta rastreando, la polvareda es infernal, y a la pobre cabina le entraba el frío y la tierra por todos lados. El nos ofrecía las manos para mostrarnos que estaban heladas hasta los huesos, y nosotros, sus hijos, nos peleábamos por calentárselas entre las nuestras.


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A las cinco de la tarde ya estábamos bastante cansados. Pero a esa hora llegaba uno de los momentos más amorosos y esperados en mi vida. Allá por la huella se ve una tierrita, es mamá que nos trae el mate cocido con leche y una bolsita con galleta. Deteníamos la máquina, aunque el zumbido seguía. Y a la sombra, sentados en el rastrojo, saboreábamos ese manjar como si estuviéramos en el mejor restaurant de Paris. Miren donde estaba la felicidad…en ese tarrito de mate cocido (4). Lo conservo, no como un objeto, sino como un moderno proyector de 3D, lleno de imágenes bonitas. 


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(1) Cosechadora McCormick
(3) Arado de cinco rejas


(2) Carro con ruedas de madera
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